domingo, 29 de agosto de 2010

CUATRO RÉPLICAS QUE AÚN NO CESAN

Hervin Yeomans Wormald

La señora tras la vitrina

Entre las numerosas calles, pasajes y galerías que rodean el centro de Santiago, se encuentra la reparadora El Griego, lugar donde la señora María Ramos, se desempeña como vendedora. Mientras hace unos cálculos en una hoja de cuaderno, cuenta que el terremoto lo vivió en su casa junto a su hija. “Me asusté mucho, pero lo que más me dio miedo, fue lo que mostraba la tele. Los saqueos me causaron pánico”, afirma.

Ingresa un cliente al local, detiene su mirada un momento en él, y dice que “después de eso (terremoto), mi vida no fue la misma”. Confiesa que hasta el día de hoy se siente muy insegura. El miedo a que alguien la asalte o ingresen a robar a su casa o al local, la deja perpleja. “Ando con mucha paranoia”, sostiene. A esto, se le suma la preocupación de su hija, ya que va al colegio, y ante un temblor, no sabe qué hacer con la imposibilidad de comunicarse con ella.

Ante otro terremoto, se vio en la obligación de tomar algunas precauciones. “Guardo en mi velador una linterna, un par de velas y fósforos”, afirma. Además, junta periódicamente agua en recipientes.
A pesar de todo, María, debe levantarse cada mañana y dejar a un lado sus temores. La necesidad de tener dinero, la obliga a poner su mejor rostro cada mañana detrás de la vitrina de su trabajo. Ella misma dice que “es mi culpa si llego o no llego con pan a la casa”.

El señor de los diarios y las golosinas

Desde su pequeño quiosco, ubicado en el paseo Estado, Héctor Vergara intenta atraer la atención de algún transeúnte con su inquietante mirada. Al parecer, le resulta. En breve, una persona compra Las Últimas Noticias y otra le pregunta por un Super 8.

Al hablar del terremoto, dice que lo único que se le viene a la cabeza, hasta el día de hoy, es la palabra: preocupación. Cada mañana debe estar sometido a lo que la rutina le exige: levantarse junto a su señora, dejar a sus hijos en el colegio e ir a vender sus diarios y dulces. Le corresponde la misión, junto a su esposa, de sustentar a la familia.

Le asusta no poder comunicarse altiro con su señora e hijos ante cualquier catástrofe, no puede hacer nada. Lo único que está a su disposición es quedarse en su pequeño negocio de dos metros cuadrados y comenzar a rezar. Ante esto es claro al señalar que: “no me queda otra que confiar en la operación D.E.Y.S.E. del colegio de mis hijos, en la astucia de mi mujer y en la voluntad de Dios”.
Otra cosa que preocupa a este hombre, es la enorme grieta que el terremoto dejó en su casa. “Puedo perder a mis hijos, señora y más encima mi casa, si es que llega a ocurrir otro cataclismo”, afirma. Para más, el seguro aún no responde por los daños en su inmueble.

Ante otro siniestro, Héctor, tomó las precauciones elementales que están a su disposición. Hasta la actualidad tiene en su pieza una linterna y una radio en un mueble cercano.

La muchacha de la cafetería

Al ingresar al café, Eveline, saluda a los clientes con un beso en cada mejilla, les da la bienvenida y comienza a hablarles de cualquier tema que los distraiga de la rutina. Con su ligera ropa, cuenta que el terremoto le afectó la rutina. Su hijo es su mayor preocupación, y tras el sismo y las réplicas, dejó de trabajar por varios días.

Confiesa que hasta el día de hoy tiene miedo. Un miedo que no puede aclarar, no sabe si es por su hijo, la debilidad de las edificaciones que frecuenta o que su casa se venga abajo. En su lugar de trabajo, dice que tomaron la precaución básica de mantener la calma y no salir del lugar frente a algún siniestro. Pero eso no la tranquiliza para nada. “En la réplica del cambio de mando, salimos corriendo con todas las chiquillas hacia la calle, ni nos acordamos de calmarnos”, afirma.

A Eveline, hoy en día, su pequeño hijo es quién le mueve los tobillos. Se ve en la necesidad de salir a su trabajo todos los días para poder mantenerlo, dice que: “la leche y los pañales no aparecen solos”. Todos los días sale de su casa sin precauciones. Sólo se consuela al no acordarse de que en cualquier momento puede pasar algo catastrófico.

La oficinista

Maritza Pinedo es oficinista de la calle Morandé 330. Trabaja en un segundo piso en una AFP. Luego del terremoto, su rutina diaria no sufrió mayores cambios. Muy segura y con una mirada penetrante, cuenta que su mayor temor era que su casa se viniera abajo, pero hasta el día de hoy se consuela pensando que “este terremoto ya no la botó, ya no se va a caer”.

Quien se vio mucho más afectada por el sismo fue la menor de sus dos hijas. “Hasta ahora duerme con mi esposo y yo en nuestra cama, le ha costado estar sola en su pieza”, afirma.

En la oficina, dice que se elaboró un plan de evacuación ante otra catástrofe. “Las instrucciones son el mantener la calma y descender al primer piso en fila lo antes posible, ya que en el segundo piso estamos llenos de repisas con archivadores”, señala. Aún así cree que estas medidas no tienen mucha prosperidad, ya que “para la réplica del once de marzo todos gritaron y corrieron, incluso, una colega hasta se desmayó”. No concibe la idea de autocontrol de sus colegas ante un siniestro.
Cruza sus piernas en la silla, frota sus manos y cuenta que en el sector en donde vive, las relaciones con sus vecinos se volvieron mucho más cercanas. “Antes sólo nos saludábamos, ahora conversamos y nos colaboramos mutuamente. De hecho, los primeros días después del terremoto, me facilitaron electricidad para la casa”, señala.

Como madre de hogar, dice que es responsabilidad de ella asumir medidas básicas de precaución, por ello, todas las noches revisa que la linterna y radio que tiene en su velador funcionen, además de poseer las llaves de la casa siempre a la mano.

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